En medio del mes de abril de 2020, tan inesperadamente envuelto en medidas pandémicas, conviene pensar más allá de programas de aprendizaje y prisas para “alcanzar a cubrir” lo que éstos establecen.
Hace tiempo que nos hemos contagiado, quizás sin darnos cuenta, del son acelerado del progreso: esta avalancha que ahora vemos desembarcar silenciosa pero vertiginosamente en casi todos los hogares. Saturación, presión, simulación, credibilidad ciega a lo que alguien más nos ha dicho que es necesario hacer, tener, saber. Hace falta detenernos a analizar y a decidir con cuidado, si nos favorece permitir estas irrupciones en el espacio íntimo de la casa, o no.
El aparato escolar, ahora en su modalidad a distancia, está generando más angustia que soluciones. Observamos:
- Mamás y papás preocupados de que sus hijos se retrasen; desacostumbrados a convivir con ellos lapsos largos y a incluirlos en las tareas reales para sostener la vida.
- Hijos agobiados porque “deben conectarse” y subir “tareas”, que les impiden disponer de su tiempo para ayudar en actividades necesarias, o para otras actividades. Algunos, además, están invirtiendo mucha energía lidiando con el permanente estrés de sus papás, si es que estos no tienen buen manejo de la incertidumbre.
- Maestros bajo una nueva combinación de presiones: cumplir programas encontrando nuevas estrategias para atraer el interés de sus alumnos a temas que no han surgido de su propia curiosidad; rendir cuentas al director del plantel en que trabajan; atender sin pausa las necesidades familiares en un ambiente con mayores carencias.
Estamos en nuestras casas, sí, pero nos las hemos arreglado para continuar saturados. Para no estar en paz. Para no mirarnos entre quienes compartimos techo. Para no tener tiempo de vernos cada uno hacia dentro, y a la vez, construir la propia mirada hacia nuestro alrededor. Permanecemos bajo dictados autoritarios de qué pensar, qué creer, qué saber, qué decir, cómo vivir. ¡Basta!
¿Es la amenaza conocida como calificación lo que impide que los estudiantes y las familias decidan si realizan o no las tareas escolares? ¿en dónde está su criterio para juzgar si es absurdo o razonable destinarles tiempo-vida a los pedidos de sus maestros?
¿Sabrán que la mayoría de sus maestros también se encuentran bajo presiones externas para ejecutar este bombardeo de tareas?
¿Quién los maneja? ¿Quién nos maneja el tiempo libre vía remota?
Son múltiples fuerzas que están operando sobre niños y adolescentes, sobre su capacidad nata de preguntar, aprender, vivir. A los ojos de muchos de ellos el maestro ahora es el ladrón de su tiempo libre.
Pero veamos que los maestros están a su vez presionados por dos fuerzas: una cubierta por la otra. El pretendido nivel académico y el mercado. La escuela como institución se está desgañitando por sostener el mito de que es imprescindible, de que sólo bajo su tutela y certificación se puede aprender lo necesario para vivir una buena vida. Pausa: quienes salimos de la escuela y tenemos nuestro certificado ¿estamos viviendo una buena vida?… Hace tiempo que el mito se cayó, que basta analizar las condiciones de vida, los índices de desempleo y su correlación con la formación académica para entender que un certificado logrado a punta de buenas calificaciones, no es lo que garantiza una vida satisfactoria.
Aunado a esto, las escuelas particulares deben justificar ante los padres el cobro de colegiaturas, porque son empresas que venden “servicios educativos”. Agrupaciones jerárquicas que, mientras más metidas en la maquinaria del capitalismo, menos pueden detenerse a comprender y a preguntarse sobre lo que está sucediendo y el lugar de la escuela en todo esto. Y sobre todo, preguntarse: ¿Qué pasa con el niño? ¿con el adolescente? ¿Qué necesita en este momento? ¿Qué sucede si la escuela se quita de en medio? ¿podrán resurgir las prácticas de las que nació el genuino interés por aprender y enseñar?
Porque la educación antes de esta carrera por “cubrir programas” y competir por los mejores puestos, era un derecho; y antes, un placer, una necesidad, uno de los actos más humanos: el compartir de una generación con otra lo que la primera había aprendido y servía para vivir y preservar los descubrimientos de la comunidad, y capacitar a la nueva generación para la vida. Para resolver las necesidades del vivir y, quizás, para gozar del acto mismo de estar vivos…
Y ¿ahora?
Puede que esta sea una oportunidad para preguntarnos ¿Cuáles son las necesidades reales del vivir? ¿hemos perdido la capacidad de resolverlas? ¿hemos perdido la comunidad con quién compartir tareas y tiempo libre? ¿hemos perdido el contacto con las fuentes de vida? ¿con nuestros viejos? ¿con nuestros niños? ¿con nuestro propio interés por saber y hacer? ¿No hay caminos más allá del Big data y de del educación administrada? Yo creo que sí hay, pero los tenemos que hacer.
Mónica González y Jesús Moreno se dedican a la educación en Guadalajara, México, desde hace más de veinticinco años. Ambos son miembros del Colectivo Alas, Aprendizaje en Libertad.
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